Ocho millones de venezolanos fuera de su país, repartidos por el mundo entero, y ¿el señor Maduro, primerísimo responsable de ese éxodo monstruoso, una auténtica tragedia nacional, acaba de ganar las elecciones?
Sí, ajá.
Retomemos, justamente, lo dicho aquí hace poco: esa gente nunca suelta las riendas. Las comparaciones son odiosas, como se dice, y el testimonio que está a punto de soltar este escribidor será tan impopular como conducente a que las buenas conciencias –y otras no tan buenas— lo califiquen de fascista o inclusive de algo mucho peor.
Pero, miren, Augusto Pinochet, a pesar de todos los pesares y de no ser precisamente el mejor ser humano que haya pisado la faz de la tierra, terminó por preguntarle al pueblo chileno si quería que siguiera apoltronado en la silla presidencial de La Moneda. Le respondieron que no, que se fuera. Y, ¿qué hizo el hombre? ¡Se fue!
No pretende ser esta observación una apología del terror de Estado ni una justificación de los crímenes, las torturas y otros horrores perpetrados por la dictadura pinochetista.
Ocurre, sin embargo, que Chile es hoy una nación plenamente democrática y, digamos, ejemplarmente próspera si nos acoplamos a los parámetros de nuestro subcontinente.
Ocurre, por cierto, que Maduro también tortura, también manda matar y encarcelar, también persigue, también reprime y, encima, ha sembrado la más desesperanzadora de las miserias en su país hasta el punto, justamente, de que un cuarto de los pobladores –sí, señoras y señores, uno de cada cuatro venezolanos— ha abandonado el terruño para buscarse un futuro menos negro.
Ocurre, además, que la situación en Venezuela no va a mejorar, a diferencia de las naciones que han podido transitar de un régimen autoritario –España, Uruguay, Polonia y Portugal, entre otras— a uno democrático en el que las libertades y los derechos están garantizados.
Ocurre, por si no se habían dado cuenta los izquierdosos sectarios, que Maduro es un dictador en todo el sentido de la palabra, un sujeto que jamás va a dejar el poder y contra el cual no va a funcionar ninguno de los recursos dispuestos en las sociedades abiertas, mecanismos diseñados, precisamente, para que un individuo no se pueda perpetuar al mando.
Ocurre, por desgracia, que la pesadilla, porque eso es, seguirá en Venezuela.