Anora es un amor hecho de neón; es espectral. Sean Baker ha construido un conjunto de personajes tragicómicos que viven en ese sitio en que conviven precariedad y belleza, la marginalidad. Como si reluciera un rostro bellísimo en un bar inundado de neón. No se trata, sin embargo, sólo de un asunto narrativo. Se trata de forma. Baker ha sido capaz de dirigir un largometraje con un celular (Tangerine, en el 2015). Y no era un truco, era una apuesta por la democratización de la imagen que, sin embargo, sigue atorada en el arte sonoro, la frontera por conquistar.
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Anora es, pues, vanguardia y, como tal, es necesario dejar de lado la intuición al inicio de la película de que tal vez estemos ante una revisión de Mujer bonita. No. Necesitamos ir más allá del personaje en primer plano y encontrarnos con la mirada y los gestos de este muchacho ruso impredecible.
Si Baker no fuese un genio, la historia se volvería empalagosa. Pero irrumpe la familia de Vanya, el millonario ruso, y entendemos que su madre sería capaz de producir una tragedia griega. En lugar de eso, el director nos regala una delicada pieza en que las transiciones cumplen una función emocional. Vemos a Anora viajar desde el table dance donde trabaja como escort y bailarina erótica. La vemos quedarse dormida y volver a una casa en que es incesante el ruido del metro. Más adelante estamos con ella cuando vuelve a ver al cliente simpático de anoche. Vanya, gracias a la actuación de Yura Borisov se ha vuelto una suerte de Príncipe Myshkin en El idiota de Dostoyevski. Un marginal, porque realmente no puede entender el mundo en que vino a vivir, porque es naif en exceso. La forma en que su padre se ríe de él en lugar de darle una bofetada en cierto punto lo deja claro. “¡Privilegio!”, se dirá. Y sí. Algo hay, pero Vanya, por supuesto, ha sido tan aplastado por el poder de esta familia disfuncional que ya es incapaz de amar.
Entonces ¿en dónde quedó la impredecible historia de amor? No es aquí el lugar para arruinar esta obra, pero hay un personaje que tiene ojos profundos y que se niega a responder con puño limpio a una mujer pero que es capaz de una violencia que recuerda los mejores momentos de Tarantino, cuando uno ya no puede dejar de reírse con algo que se mueve entre la hilaridad y lo cruel. El cambio de piel de la película comienza cuando aparecen en escena los guardaespaldas del millonario ruso. Con ellos comenzamos a entender quién es este hombre a quien solo hemos visto detrás de los ojos de Anora. Y sí, poco a poco el foco comienza a cambiar y se mueve desde una película divertida hacia una obra maestra que culmina en un abrazo enternecedor. Uno entiende por qué le han dado tantos premios que para ciertos amantes del cine resultan tan importantes.
El triángulo amoroso de Anora explica por qué la de Baker es de las pocas que han ganado tanto en Cannes como en los Oscar. Porque la obra de este autor se eleva aquí en todo su esplendor, en la frontera entre Disney y Tarantino, el autor nos lleva a la periferia del mundo. Ahí todo es posible no porque los ratones hablen sino porque puede que el malo no lo sea tanto ni la inocente tampoco. Porque es posible que el rico sea pobre en espíritu y porque, como los personajes de Red Rocket o de The Florida Project, en Anora se mueven en el discreto límite entre lo que entretiene y lo que cultiva, entre el arte y la diversión. Las emociones de Anora son muy reales. Como si de pronto resplandeciera la verdad al interior de un antro iluminado sólo con neón.
Anora
Sean Baker | Estados Unidos | 2024
AQ