A Jorge Mario Bergoglio, el papa Francisco, le gustaba reír. Reía a carcajadas cuando algo le hacía gracia, sobre todo si el motivo obligaba a aguzar el ingenio y la inteligencia. El escritor español Javier Cercas recuerda que cuando conversó con él le preguntó si sabía que había sido protagonista del mejor titular periodístico de la historia. “¿De veras?”, preguntó el papa. “Sí”, respondió Cercas, “se publicó justo después de que le nombraran a usted papa y usted saliera al balcón de la basílica de San Pedro diciendo aquello de que casi le habían ido a buscar al fin del mundo. Bueno, pues un periódico colombiano tituló lo siguiente: ‘Argentino, pero modesto’”. El papa, dice Cercas, “se caía de risa”.
La anécdota aparece en El loco de Dios en el fin del mundo (Random House), el más reciente libro de Javier Cercas. El autor de Soldados de Salamina y El impostor se mete de lleno en la Iglesia Católica y en los entresijos del Vaticano con el fin último de llevarle a su madre una respuesta del papa a la pregunta de si verá a su esposo más allá de la muerte.
Para ello, Cercas se unirá a una expedición a Mongolia encabezada por el papa Francisco en agosto de 2023 para acercarse a los fieles de ese país y, sobre todo, de China, el gran y casi imposible cometido de los evangelizadores católicos y, según los vaticanistas, la gran obsesión del pontífice jesuita.
Cercas documenta, registra y relata cada paso que da y las conversaciones que mantiene, ofreciendo al mismo tiempo una clase magistral de periodismo de investigación, en la línea de sus obras anteriores, narrando las atmósferas, los diálogos de múltiples encuentros que llevó a cabo con altos funcionarios del Vaticano hasta llegar a Bergoglio y decirle, en el vuelo a Mongolia, que su objetivo es escribir un libro sobre ese viaje y que ha aceptado escribirlo para llevarle un mensaje papal a su madre, pues ella cree en la resurrección de la carne y la vida eterna.
De modo que Cercas registra su travesía hacia el papa y levanta un edificio narrativo en el que, indagando uno de los temas de mayor calado del catolicismo —la resurrección y la vida eterna—, muestra a los cruzados que llevan el Evangelio y la palabra de Cristo, la gente que ha apoyado a Bergoglio en su camino por rutas marginales, hasta llegar al máximo representante de la iglesia de Cristo en la Tierra; él, que, como escribe, es “ateo y anticlerical, laicista militante, racionalista contumaz e impío riguroso”. Sintiéndose “un loco sin Dios persiguiendo al loco de Dios hasta el fin del mundo”. En el vuelo hacia Mongolia, cuando el sumo pontífice recorre el avión saludando a los reporteros, Cercas le dice:
—Santidad, me llamo Javier Cercas y soy un español que quiere escribir un libro sobre este viaje, sobre usted.
—Sí, sí, claro, me acuerdo —dice el papa, con quien había hablado brevemente en un encuentro con intelectuales en el Vaticano.
—Pero la verdad es que si he aceptado acompañarle hasta el fin del mundo no es para escribir sobre usted. Bueno, no solo para eso. En realidad, lo que quiero es llevarle a mi madre un mensaje.
—¿Un mensaje?
—Sí. Un mensaje suyo. Verá, mi madre tiene 92 años. Yo no soy creyente, pero ella sí. Muy creyente. Y está segura de que, al morirse, se reunirá con mi padre. Así que yo quisiera preguntarle a usted por eso. Quiero saber si es verdad que, después de muerta, mi madre va a ver a mi padre. Quiero preguntarle por la resurrección de la carne y la vida eterna. Y quiero llevarle a mi madre la respuesta.
El papa, apunta Cercas, lo ha escuchado con oído avizor. Cuando termina, los ojos verdes de Bergoglio le miran con curiosidad. “Que venga a verme luego”, le dice a Salvatore Scolozzi, encargado de prensa, señalando la parte delantera del avión.
Meses antes del encuentro en pleno cielo, Cercas había recibido una llamada desde un número de teléfono oculto y, al contestar, “una voz cavernosa” le dijo que llamaba desde el Vaticano, que era oficial del Dicasterio para la Cultura y la Educación de la Santa Sede, y le explicó que con motivo del cincuenta aniversario de la colección de Arte Moderno y Contemporáneo en los Museos Vaticanos, querían reunir a un puñado de creadores en la Capilla Sixtina, invitación que el escritor aceptó.
Poco después, Lorenzo Fazzini, responsable de la Librería Editrice Vaticana, la editorial de la Santa Sede, al terminar la presentación de uno de los libros de Cercas en Turín, le dijo que el papa Francisco viajaría a finales de agosto a Mongolia y que en el Vaticano habían pensado en él para que escribiera un libro sobre el viaje, sobre el papa, sobre la Iglesia, sobre el Vaticano, sobre lo que quisiera. Por un segundo, apunta el autor, pensó que era una broma. Pero no. Fazzini le aseguró que si aceptaba dispondría de libertad total, que en realidad el Vaticano no le encargaba el libro, sino que solo se lo facilitaba, que ni siquiera pretendían publicarlo en su editorial, que podría publicarlo donde quisiese, como quisiese y cuando quisiese, que su objetivo no era ni propagandístico ni económico. Cercas preguntó si, en caso de aceptar, podría hablar a solas con el papa y Fazzini le aseguró que harían lo posible para que así fuera.
“Francisco”, agregó Fazzini, “no ha visitado los grandes países católicos, pero viaja a Mongolia, un país budista con algo más de tres millones de habitantes y apenas mil quinientos católicos. Este papa quiere ir a donde nadie quiere ir, al lugar más remoto y difícil”.
Aquella noche, Cercas no durmió. Y pensó en Bob Dylan, “que se convirtió al cristianismo y cantó para Juan Pablo II”. Si él fuera Dylan, pensó, aceptaría la propuesta de inmediato. Pensó, también, en Juan Sebastián Bach, “que solo componía para Dios y cuya música apenas puede escucharse sin sentir un deseo irreprimible de creer en Dios”. Si él fuera Bach, aceptaría de inmediato. Y le ocurrió que, una mañana en una estación de metro de Barcelona, en plena hora punta y con un calor atroz, se puso a escuchar música en su teléfono y eligió la celebérrima cantata BWV 147: X, titulada “Jesús, alegría de los hombres”. “Apenas empezó a sonar esa música inhumana en mis auriculares”, escribe Cercas, “tuve la certeza de que iba a abrirse el firmamento, iba a aparecer Dios Nuestro Señor e iba a alzar por los aires aquel armatoste abarrotado de infelices mientras su divino vozarrón tronaba (bastante cabreado, por cierto): ‘¿Con que no existo, eh, mamones? Pues aquí me tenéis, con barba y todo. ¡A tomar por culo, se acabó la farsa: todos al paraíso!’”
Tras aquella visión, Cercas se acordó de su madre viva y de su padre muerto, “ambos católicos a machamartillo”. Y se acordó de que, a la muerte de su padre, su madre no paraba de repetir que iba a encontrarse con él después de muerta. Y se dijo que, si podía estar unos minutos a solas con el papa y hablarle de la resurrección de la carne y la vida eterna y preguntarle si era verdad que su madre volvería a ver a su padre, entonces el viaje y la escritura del libro tendrían todo el sentido del mundo.
Así, pues, Cercas se embarcó en la expedición y en tanto llegaba el momento de hablar con Bergoglio, conversó con un montón de personajes que componen el entorno del papa, del padre Antonio Spadaro, director de la revista La Civiltà Cattolica, a jefes de dicasterios, directores de oficinas de la Santa Sede y un largo etcétera que incluye a sacerdotes, catequistas, monjas y misioneros, nombres ilustres del Vaticano como los de Paolo Ruffini, Gianfranco Ravasi, Andrea Tornielli, José Tolentino de Mendonça, Salvatore Scolozzi, Matteo Bruni, Lucio Brunelli. Con ese material compuso un gran reportaje sobre lo que piensan, sobre la política vaticana, la Iglesia Católica, los problemas de la Curia, del Sínodo, de los jesuitas.

En su retrato de Bergoglio, Cercas no olvida quién ha sido. Apunta:
Los testimonios de los jesuitas que frecuentaron a Bergoglio en los años setenta y ochenta son coincidentes; también rotundos: Bergoglio es un hombre de temperamento fuerte, que en aquella época practicó el autoritarismo, se dejó llevar por la soberbia y dio rienda suelta a su ambición de poder. Durante la dictadura militar, el secuestro y tortura de dos jesuitas bajo su mando, Orlando Yorio y Franz Jalics, quizá no hubiera sucedido si esas carencias no lo hubieran vuelto, además, un hombre inflexible, que retiró la licencia religiosa a sus subordinados y de esa forma los desprotegió cuando más protección necesitaban, mandando una señal errónea a unos militares dispuestos a aprovechar la menor excusa para lanzarse contra ellos.
Francisco se va de Buenos Aires, se instala en una especie de ostracismo en Córdoba y sufre depresión. Escribe y “comienza a convertirse en un dirigente auténtico”, señala Cercas. Y concluye que es casi imposible que el Bergoglio primigenio haya desaparecido del Bergoglio papal, que la persona se haya fundido sin fisuras con el personaje y el rostro con la máscara. A pesar de décadas de lucha interior y ascesis cotidiana, el viejo Bergoglio aflora cuando menos se lo espera, como un gas repelente escapado a través de un fisura última: en el arranque de cólera con que se quita de encima a una católica asiática en la Plaza de san Pedro, en la defensa temeraria, desabrida y arrogante de un obispo chileno que protege a maltratadores, en la fanática justificación de la violencia tras un atentado terrorista perpetrado por fanáticos religiosos. Bergoglio no ha derrotado del todo a Bergoglio. Bergoglio es, todavía, un hombre en lucha consigo mismo: contra su propio carácter, contra sus propias flaquezas, contra sus propios demonios.
De lo que le dijo el papa, Cercas conserva una grabación en video, la que le muestra a su madre con la respuesta del pontífice y que llega hasta el lector en El loco de Dios en el fin del mundo con la puntualidad de una coincidencia del destino, justo en la víspera del fallecimiento de Jorge Mario Bergoglio. En ese video, el papa Francisco, no Jorge Mario Bergoglio, le dice a Javier Cercas que la resurrección de la carne y la vida eterna son promesas. “Es la promesa del Señor: que yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo”.
—Sí, esa promesa es extraordinaria. Y a la vez ordinaria, porque se cumple en cada minuto de cada día. Es cotidiana —le dice Francisco.
Cercas y el papa hablan de la eternidad, de la resurrección, y de pronto el escritor le indica al papa:
—Entonces le puedo decir a mi madre que, cuando se muera, va a ver a mi padre.
—Con toda seguridad —afirma el papa Francisco.
—¿Con toda seguridad?
—Con toda seguridad —la sonrisa de Bergoglio transforma su falsa expresión de dolor en una expresión auténtica de alegría—. Con toda seguridad.
La marca de la fe. Pero, también, la marca de la duda: “¿Y si la vida verdadera no es la que he vivido hasta ahora sino la que viviré tras la muerte, igual que la vida verdadera es la vigilia y no el sueño, aunque el sueño parezca vigilia mientras duermo?”, se pregunta Cercas. “¿Y si Nietzsche se equivocaba y el cristianismo no es una negación de la vida sino una rebelión contra la muerte y por eso la resurrección de la carne y la vida eterna están en su centro —igual que pedazos ardientes de lava en un cráter activo—, porque representan la afirmación de la vida más allá de la vida, más allá de la muerte?”
Cercas, “un maldito intelectual ateo”, asegura que no esperaba una respuesta así de Bergoglio:
No sé qué esperaba, honestamente; o sí lo sé: tal vez una evasiva, una metáfora, un circunloquio, una cita evangélica, la glosa de un pasaje bíblico; todo menos una respuesta tan ingenua y tan contundente; tan cristalina: esas tres palabras elementales, sin vuelta de hoja. “Con toda seguridad”. Ni un resquicio para la menor incertidumbre o vacilación o reserva: ni para las angustias eruditas del cardenal Ravasi, ni para el pragmatismo humano, demasiado humano del Gran Inquisidor de Bergoglio, ni mucho menos para las noches oscuras del alma de san Manuel Bueno, mártir. “Con toda seguridad”: la fe campesina de los parroquianos de Valverde de Lucena, la fe misionera del padre Ernesto y sus compañeros de Mongolia, la fe inmemorial de mi madre y de mi padre, la fe heredada de mis nueve o diez años, la fe proverbial del carbonero.
Esa, subraya Cercas casi al final, era la fe irrevocable de Bergoglio. Eso se dijo entonces, sentado junto a él en el avión papal; “esa es la fe sin claroscuros de Bergoglio”, “la fe que lo convierte en un cristiano sentado en la silla de san Pedro”.
AQ