El 7 de mayo de 1948, a punto de cumplir los sesenta años —había nacido el 23 de julio de 1888 en Chicago— y seis antes de ingresar con depresivos honores en la ciénaga de la viudez— Pearl Cecily Hurlburt (Cissy), la mujer dieciocho años mayor que él con quien se casó en 1924, moriría el 12 de diciembre de 1954 debido a una prolongada fibrosis pulmonar—, Raymond Chandler dirige una carta a Frederick Lewis Allen, el editor de Harper’s Magazine. El motivo: la aparición de “La vicaría de la culpa”, estudio de la novela policiaca firmado por el poeta y ensayista británico Wystan Hugh Auden en el número más reciente del famoso mensuario.
En la misiva, cargada del veneno sagaz que destila su correspondencia y que de alguna manera retoma el Vladimir Nabokov de Opiniones contundentes, Chandler se burla del “fulano Auden” para luego hablar de los cortes que sufrían sus cuentos cuando “escribía para las revistitas” Black Mask y Dime Detective, las publicaciones pulp que lo dieron a conocer de 1933 a 1939, fecha en que se estrenó como novelista tardío —tenía cincuenta y un años— con El sueño eterno. Los cortes, explica el autor, respondían a que el lector odiaba que la trama se detuviera en pasajes descriptivos, según decían los editores. Y remata: “Mi tesis era que los lectores sólo creían que no les interesaba nada más que la acción; que lo que realmente les interesaba […] era la creación de emoción por medio del diálogo y la descripción. Lo que recordaban […] no era, por ejemplo, que un hombre había sido asesinado, sino que al momento de su muerte estaba tratando de recoger un broche para papeles de la superficie lustrosa del escritorio y que se le escapaba una y otra vez, de modo que […] su boca estaba entreabierta en una especie de mueca dolorosa […] Ni llegó a oír los golpes de la muerte sobre su puerta. El maldito broche se le escapaba de los dedos una y otra vez.”
Nimio sólo en apariencia, este gesto de impotencia e inasibilidad en instantes climáticos cruza la labor de Chandler, que en una carta posterior a la ya citada se define así: “Soy un hombre pequeño en un mundo inmenso, y mi pelo se está poniendo rápidamente gris.” Si, como señala Juan Villoro, “el convencimiento narrativo es un ejercicio de precisión”, Chandler lo llevó a cabo con conocimiento de causa: “No escribo por dinero o por prestigio sino por amor, un amor extraño y persistente por un mundo en que los hombres puedan pensar en desapasionadas sutilezas”.
El cómplice fiel que ideó para consumar ese amor, y que funge como broche para ligar y sujetar una obra que cambió el rumbo de la literatura policial, es el detective Philip Marlowe, que en un principio iba a llamarse Mallory hasta que Cissy Chandler —por quien su marido profesó otra clase de amor sin límites: “Todo lo que hice fue sólo el fuego para que ella se calentara las manos”— modificó el nombre. (De hecho hay un Mallory en “Los chantajistas no disparan”, relato con que el autor saltó a la escena en la Black Mask de diciembre de 1933; luego vendrían Carmody, Dalmas y Malvern, caras de la misma moneda, o mejor, el mismo doblón —para evocar The Brasher Doubloon, el título original de La ventana alta (1942)— que acabaría por ser el emblemático sabueso chandleriano.) Oriundo de Santa Rosa, California; devoto del cigarro, el whisky, el buen café y los “amores eternos de diez minutos”; con unos años de universidad en Oregon y alguna experiencia como investigador de seguros y ayudante del fiscal del distrito de Los Ángeles, Marlowe es mucho más que el Quijote moderno al que se refiere Guillermo Cabrera Infante y que protagoniza un ciclo de siete novelas terminadas (El sueño eterno; Adiós, muñeca, 1940; La ventana alta; La dama del lago, 1943; La hermana menor, 1949; El largo adiós, 1953; Playback, 1958) y una inconclusa (The Poodle Springs Story, concluida por Robert B. Parker en 1989). Es un estado de ánimo, una actitud existencial detonada por la crisis de guerra y posguerra —“Es muy posible”, advirtió su creador en 1948, “que las tensiones de una novela de asesinatos sean el modelo […] más completo de las tensiones con que vivimos en esta generación”—, un cinismo y un desencanto expresados con un lenguaje pulido por el inglés estadounidense y británico —Chandler pasó parte de su infancia y toda su adolescencia en Inglaterra— y certero como una bala. (Los diálogos chandlerianos, en efecto, son balaceras verbales bajo el sol feroz de California.) Es un “alcohólico que nunca se acuesta con sus clientes mientras está de servicio” y “un fracasado porque no tiene dinero”, aunque “un gran número de hombres excelentes han sido fracasados porque sus aptitudes particulares no se acomodaban a su tiempo y espacio”. Es también, y quizá primero que nada, el paradigma del tipo duro que no baila más que con la vida al filo del abismo, una danza en la que sería encarnado memorablemente —entre otros— por Humphrey Bogart, Elliott Gould, Robert Mitchum y en fechas más recientes por Liam Neeson, pese a que Chandler consideraba que el actor ideal era Cary Grant. (En 2014, a instancias de los herederos de Chandler, el extraordinario escritor irlandés John Banville acudió a su seudónimo policiaco Benjamin Black para resucitar a Marlowe con la novela La rubia de ojos negros.)
Unas semanas antes de su muerte precipitada por una neumonía el 26 de marzo de 1959 en La Jolla, la ciudad californiana donde había fincado su hogar con Cissy en 1946, Chandler apunta en una de sus últimas cartas: “A [Marlowe] siempre lo veo en calles solitarias, en cuartos solitarios, perplejo pero nunca vencido por completo.” La aseveración es producto de las dudas en torno de The Poodle Springs Story, la nueva novela que incumplía una de las mayores reglas chandlerianas (“Un detective verdaderamente bueno nunca se casa”) al ubicar a Marlowe como esposo de Linda Potter, hija del magnate que controla algunos hilos de El largo adiós. Cuatro años atrás, en 1955, vida y ficción habían celebrado unas bodas tristes: el 22 de febrero, dos meses después de que Cissy falleciera, Chandler trató de pegarse no uno sino dos balazos en un remedo —¿inconsciente?— de Roger Wade, el autor de best sellers que —otra vez en El largo adiós— eleva al máximo los niveles de dipsomanía. Quince días antes de este intento de suicidio —el cuarto en un lapso muy breve, frustrado al igual que los otros por la policía de La Jolla—, el escritor de “poderosos pero deprimentes libros que deberían ser leídos y juzgados […] como obras de arte”, en palabras del vilipendiado W. H. Auden, había confesado sus borracheras de viudo inconsolable a uno de sus editores ingleses para al fin admitir: “Todos los tipos duros somos irremisiblemente tiernos de corazón.” Esta frase sintetiza de modo magnífico el alma de Philip Marlowe, álter ego pertinaz donde los haya, aunque también la honestidad que Raymond Chandler buscó mediante sus novelas y relatos con la firmeza con que asió el broche de la literatura para que no se le escapara entre los dedos antes de tener que atender los golpes letales en su propia puerta.
AQ