Cultura

La etiología del mal

La identificación del mal con el no-ser es propia de la filosofía cristiana. La escolástica afirma que el mal es nada porque es algo que no puede hacer Dios, quien lo puede todo. Matizando esa noción que vuelve abstracto lo pavorosamente concreto, el idealismo cristiano optimista afirmará que el mal es una dualidad en el ser, un descarrío temporal en el estado humanamente natural de la bondad.

Ninguna de estas formulaciones retóricas consolaría de su sádico sacrificio a los cautivos del campo de exterminio de Teuchitlán, una necromáquina del horror donde hombres, mujeres y niños secuestrados sufrieron violaciones, torturas y asesinatos. Tampoco a los hombres jóvenes reclutados por la fuerza o bajo engaños para engrosar las filas del crimen organizado y cometer actos de extrema brutalidad que los volverán inhumanos e insensibles al dolor de los demás.

Formas extremas de barbarie de una cultura de la crueldad recrudecida a partir del surgimiento del neoliberalismo, cuando comienza un proceso de evaporación del concepto de responsabilidad social, de la política como comunidad y de las nociones éticas de lo social. Crueldad que emerge en forma de un lenguaje deshumanizador y políticas concretas. Desde entonces la eliminación de una población prescindible queda justificada de antemano.

La cosificación de los otros, de los no-persona, se origina en la transformación de todo y de todos en objetos meramente comerciales, en cosas con valor o disvalor. Esta despersonalización del mal, actuante en las estructuras productivas, organizacionales y políticas, en centros educativos e imaginarios públicos inducidos por la videoesfera a través de una pedagogía de la violencia extendida a todo el planeta, se presenta como un “mal líquido” (Zygmunt Bauman y Leonidas Donskis) disfrazado de una presunta ausencia de alternativas en un mundo sin alternativas, ni siquiera las del pensamiento crítico, frente a los mecanismos de indiferencia y desentendimiento egoísta del neoliberalismo.

Margaret Tatcher, profeta de la desaparición del interés colectivo (“no hay sociedad sino individuos”) y del abandono del Estado ante sus obligaciones públicas, acuñó la doctrina TINA, iniciales en inglés de “No hay alternativa” (“There Is No Alternative”), para fomentar un determinismo social y un pesimismo colectivo que a fin de cuentas prepararía sangrientos fenómenos como el holocausto de Teuchitlán.

Fenómenos que ya se habían advertido. Ese “cronista salvaje y lúcido ensayista” (como agudamente lo describe Diego Osorno) que fue Sergio González Rodríguez anticipó desde 2014 la normalización de la violencia comunitaria y el acrecentamiento de la inestabilidad convertidas en horizonte nacional. “El caos, el desastre educativo y la imposición de la barbarie —escribió en su esencial Campo de guerra— (armas, droga, violencia, explotación masiva) terminan por ser redituables dentro de la geografía asimétrica de México con sus vecinos del norte. La ilegalidad es un gran negocio global”.

Decenas de pares de ajados zapatos, un ingenuo mensaje amoroso a la compañera, un relicario y dos modestas medallitas, montones de mochilas escarnecidas, prendas de ropa mugrientas por abandono y ensañamiento, listas de apodos inortográficos de cautivos y sicarios anotados en minuciosos registros burocráticos criminales, todos esos humildes y lacerantes objetos encontrados en el campo de exterminio son las constancias de un sufrimiento extremo cuya lógica colapsa la razón. Las cosas de personas que fueron sacrificadas como cosas en holocaustos de escala y circunstancias variables pero de espanto idéntico: Dachau, Palestina, Teuchitlán.

Los responsables por complicidad y omisión de tal atrocidad y de tantas otras fosas clandestinas en nuestro país, país de muertos y huesos, de secuestrados a pleno día en casas, calles o centrales de autobuses, un osario incandescente de casi 130 mil desaparecidos, son los tres niveles de gobierno. El municipal y estatal por complicidad y participación, el federal por omisión en el mejor de los casos.

No es posible que nadie supiera del infierno en Teuchitlán, el último y dantesco episodio de una patología nacional que se dejó crecer indolentemente en el último sexenio al insistir el presidente en la atención a las causas de la criminalidad ignorando sus consecuencias e invisibilizando a las madres buscadoras, estas Antígonas de valentía ejemplar. El Estado cedió al crimen organizado amplios territorios y abandonó una guerra legítima en defensa del derecho, su obligación orgánica y su razón de ser.

México no puede vivir enfermo crónicamente de impunidad, corrupción y violencia. Y aunque la falta histórica de alternativas parece definir la época y la tarea de curación pública es descomunal, se requiere instrumentar un pacto colectivo contra el crimen organizado que involucre a gobiernos, ciudadanos, partidos, iglesias e instituciones. El mal no ha de destruir nuestra humanidad.

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Fernando Solana Olivares
  • Fernando Solana Olivares
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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