Política

Lo bueno y lo malo de la reforma judicial

Alfredo San Juan
Alfredo San Juan

Con la reforma judicial propuesta por el gobierno de la cuarta transformación pasa un poco lo mismo que con el tema de la compra y suministro de medicinas en el sector público. Son iniciativas que buscan limpiar y mejorar un sistema corrupto e infestado de fallas, por uno más justo, eficiente y honesto en beneficio de la sociedad. El problema, como dejaron en claro los cambios en el sector salud, es que ha habido más prisa por desmontar el viejo sistema, que disposición en entenderlo cabalmente y planear el mejor cambio posible. Soy de los optimistas que consideran que, a la postre, el gobierno será capaz de construir una estructura para el suministro de las medicinas mejor de la que existía antes, pero es evidente que con menos prisa y politización y más planeación, nos habríamos ahorrado cinco años de improvisaciones. Y más importante, le habríamos evitado a tantos miles de pacientes contratiempos terribles en el acceso a los medicamentos que necesitaban.

Era imprescindible una reforma judicial, sin duda. Pero queda la sensación de que las formas y los tiempos que adquirió lo que hoy está en marcha, terminó siendo el desenlace de una disputa política, a ratos personal, entre las cabezas del Poder Ejecutivo y el Poder Judicial. El triunfo absoluto de Morena y aliados en las elecciones y la obtención de la mayoría constitucional en el nuevo Congreso, convirtió la reforma judicial en un trofeo al ganador. Los legisladores actuaron más con el deseo de ofrecer una satisfacción final al ex presidente Andrés Manuel López Obrador, que de planear con responsabilidad una reforma de tanta trascendencia.

Y con todo, sigo creyendo que, pese a sus problemas de forma y de fondo, el balance entre positivos y negativos está a favor de este proceso. ¿Por qué? Porque no se está viendo el impacto más profundo de esta reforma. El mayor problema no es que la justicia en México esté plagada de corrupción, que no es poca cosa. Sino el hecho de que esta corrupción tiene un correlato social, impacta brutalmente a los de “abajo”. Además de la corrupción, la discriminación, el “racismo”, el tráfico de influencias, el clasismo y el machismo, provocan que la impartición de justicia haya sido profundamente desigual en términos sociales. El pobre, el indígena, la mujer desprotegida, tienen muy pocas posibilidades frente a tribunales que invariablemente favorecen a los de arriba. Es un tema de corrupción, pero también de posición de poder, de visión del mundo del sector social al que pertenecen los jueces, de una justicia meritocrática en función de las diferencias que otorga un sistema que de entrada nos hace desiguales.

¿Qué oportunidad tiene un campesino o una mujer indefensa para que un juez local falle en contra de un terrateniente o un marido poderoso? El sistema de justicia tiene reglas escritas y no escritas que funcionan para el tercio superior de la sociedad; un pleito o una gestión constituyen un incordio para cualquiera, pero para el desprotegido suele ser una condena.

En 2018, la mayoría de los ciudadanos votó en favor de un cambio de régimen, pero esta decisión popular solo afectó al Poder Ejecutivo y, posteriormente, al Poder Legislativo. El sistema judicial había quedado intacto frente a esta voluntad de cambio. La concepción y las reglas de operación convertían a los jueces en un sistema cerrado a sus convenciones (y autoprotecciones). No solo hubo nepotismo y dispendios obvios, derivó también en una cultura de impunidad de un colectivo acostumbrado a prácticas estamentales, como el del sacerdocio o el militar en otras épocas.

Más grave aún, el Poder Judicial se convirtió en la trinchera para la defensa del sistema frente a un cambio político y social. La llamada lawfare, o guerra jurídica. Más allá de los desencuentros o la animadversión personal, era inevitable un choque entre el impulso de cambio procedente de Palacio Nacional y la intención de detenerlo o matizarlo desde los tribunales. Las elecciones terminaron decidiendo. Así es que sí, era una asignatura urgente para la 4T. La premisa “primero los pobres” pasaba también por hacer algo con respecto a esta trinchera.

Sin embargo, la reforma judicial arroja razonables dudas inmediatas y mediatas. De entrada, la pregunta es si ayudará a impartir justicia con menos sesgos clasistas. Nada garantiza eso, pero el proceso mismo de someter a los jueces al escaparate de una campaña pública, permite exhibir los casos más flagrantes de corrupción, nepotismo y agendas impresentables. De alguna forma los jueces asumirán que en cada elección serán mostradas sus decisiones más polémicas o cuestionables. Por su parte, el nuevo Tribunal de Disciplina Judicial, que habrá de valorar el desempeño de los miembros de esta comunidad, estará integrado a partir de una lista propuesta en partes iguales por los tres poderes. Esto rompe el monopolio de los jueces para juzgarse a sí mismos.

Por otro lado, la reforma lanzada desde el Ejecutivo y el Legislativo supone riesgos, desde luego. Por una parte, someter a una elección popular tal número de posiciones (881 magistrados a nivel federal y casi 2 mil de orden local en 19 estados) con una concurrencia que se estima rondará un 15 por ciento del padrón electoral, nos deja vulnerables frente a la manipulación de grupos de interés (legales e ilegales). Los puestos federales serán muy susceptibles al peso mediático de las campañas abiertas, es decir, dependen de los recursos económicos que apoyen a los candidatos y a compromisos frente a corporativos sindicales o privados capaces de movilizar el voto. Por su parte, los regionales pueden ser objeto de movilización de parte de políticos y crimen organizado. Esa amenaza existe y ciertamente el apresuramiento del proceso la aumenta. Esta primera experiencia tendría que ser valorada a fondo para ir mejorando la dinámica e introducir los candados pertinentes.

Y el segundo y más grave riesgo es que lo que podría ser una virtud se convierta en un vicio. Alinear al Poder Judicial con el mandato de las mayorías para propiciar una sociedad más justa es un avance. El problema es que este alineamiento se traduzca en una subordinación de jueces y tribunales no solo a este objetivo social, sino también a la fuerza política que lo impulsa. Morena ha mostrado una lamentable tendencia a tomar a los aparatos del Estado como un instrumento para fortalecer sus propias causas partidistas en la disputa por el poder.

En términos políticos, la reforma neutraliza el peso del Poder Judicial frente a la fuerza política dominante. Buenas noticias para la gobernabilidad y la estabilidad institucional, pero no tan buenas para la rendición de cuentas o la defensa de los ciudadanos frente a la autoridad.

El gobierno de Claudia Sheinbaum tiene una enorme responsabilidad para evitar que estos riesgos deriven en su peor versión y, por el contrario, para conseguir que la reforma termine validándose por sus resultados. Será un largo proceso, que apenas comienza.

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Jorge Zepeda Patterson
  • Jorge Zepeda Patterson
  • Escritor y Periodista, Columnista en Milenio Diario todos los martes y jueves con "Pensándolo bien" / Autor de Amos de Mexico, Los Corruptores, Milena, Muerte Contrarreloj
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