Camilo José Cela dijo cierta vez que Mario Vargas Llosa era un hombre quien, con su imaginación y su arte, había sido capaz de conseguir lo que pocos mortales alcanzan: crear una realidad verbal que remeda, enriquece o trasciende la realidad común. En efecto, como sugería Cela, para Vargas Llosa escribir novelas era un acto de rebelión, una forma sutil de deicidio, pues, como una especie de divinidad escribidora, alcanzó a erigir otros mundos para corregir las limitaciones del que le había tocado vivir. La raíz de su vocación era un sentimiento de insatisfacción ante la vida, y cada novela representaba un asesinato ficticio de la realidad.
Conocí personalmente a Mario Vargas Llosa cuando ingresó en la Real Academia Española en 1995. Estaba a punto de cumplir 60 años y ese momento significaba, a ojos del propio escritor, “un hecho simbólico”. El autor hasta ese momento de obras como Los cachorros, Conversación en La Catedral, Pantaleón y las visitadoras, La guerra del fin del mundo, Elogio de la madrastra y Lituma en los Andes, era el primer latinoamericano que ingresaba en esa institución.
A partir de entonces, don Mario, como siempre me dirigí a él, fue abandonando su residencia en Londres para visitar la capital española, donde terminó comprando un departamento para cumplir con su nuevo cargo de académico de número y asistir a las sesiones de la Real Academia Española, todos los jueves por la tarde, sentándose en la silla identificada con la letra L, que heredó ionescamente del hombre de ciencia y escritor Juan Roff Carballo.
En aquel acto solemne, Vargas Llosa reveló su relación y las razones de su admiración por Jesús Martínez Ruiz, Azorín: “Lo leí por primera vez cuando estaba en el último año del colegio, y de la mano de su prosa menuda y morosa viajé con él en los albores del siglo por los grandes descampados de cielo inmóvil y las aldeas intemporales de Castilla, siguiendo el itinerario que la imaginación de Cervantes fraguó para el caballero de la triste figura. La ruta de don Quijote es uno de los más hechiceros libros que he leído. Aunque hubiera sido el único que escribió, él solo bastaría para hacer de Azorín uno de los más elegantes artesanos de nuestra lengua y el creador de un género en el que se alían la fantasía y la observación, la crónica de viaje y la crítica literaria, el diario íntimo y el reportaje periodístico, para producir, condensada como la luz en una piedra preciosa, una obra de consumada orfebrería artística”.
Podemos decir que esas consideraciones definen mejor la obra de Vargas Llosa, pues, al igual que en Azorín, en su literatura, como en la vida real, todo se mueve, envejece y perece, y en sus recreaciones todo ha sido birlado a las leyes de la caducidad y la exclusión, llenando el mundo de deseo, amor y pasión, “que enriquecen y trastornan las vidas de hombres y mujeres, y enredan y desenredan sus relaciones de maneras caprichosas”, como decía el escritor.
Al año siguiente, en 1996, volví a encontrarme con don Mario, a propósito de la publicación de su novela Los cuadernos de don Rigoberto, que en sus propias palabras inauguraba una nueva etapa de su carrera literaria, a pesar de que reaparecían los cuatro personajes principales de Elogio de la madrastra, y también la historia que esos personajes habían iniciado.
“Desde hace muchos años”, dijo entonces, “vivo fascinado por el tema de la ficción, pero no solo me refiero al tema de la ficción literaria. Creo que la ficción es un mundo muchísimo más vasto que la literatura, que ella es solo una de las ramas de esos múltiples mecanismos que tenemos hombres y mujeres para crear mundos distintos, paralelos al mundo real, algo sin lo cual no podríamos vivir. Necesitamos, junto a la vida real, una vida que de alguna manera nosotros introducimos en la vida real porque esa vida ficticia, fabulada, soñada, creada con la imaginación a partir de nuestros deseos más íntimos, nos enriquece y nos defiende contra la adversidad; es un refugio que tenemos, que nos dan la literatura, las artes, el cine, y un mundo que vamos secretando en nuestra subjetividad la mayor parte del tiempo sin darnos cuenta que lo hacemos”.
Esta novela tenía que ver también con el erotismo, un asunto de la máxima importancia para Vargas Llosa. “Esa actividad fundamentalmente civilizada que es el erotismo como enriquecimiento del amor, gracias a la fantasía y a las ceremonias que fabrica nuestra propia imaginación y a resultas de la cual el acto sexual se desanimaliza, se sublima y puede hasta convertirse en una creación con el mismo derecho que una creación literaria o artística”.
A finales de 1997, la editorial Alfaguara inició la publicación de la Biblioteca Vargas Llosa, cuyo primer volumen, La ciudad y los perros, publicado originalmente en 1962, fue el inicio de un proyecto que reuniría toda su obra narrativa, crítica, dramática y política, hasta completar lo publicado hasta entonces, cuando aún no aparecía en las quinielas para el Premio Nobel.
En aquella ocasión, don Mario me recordó que había sido justamente en Madrid, en el verano de 1958, en una tasca llamada El Jute, frente al parque de El Retiro, donde había comenzado a escribir La ciudad y los perros, comenzando, dijo, “a cumplirse para mí ese sueño que alentaba desde el pantalón corto: llegar a ser algún día escritor”.
Vargas Llosa afirmó entonces que este oficio le había dado no solo la satisfacción de ver en letra impresa sus ficciones e ideas, sino “una acumulación de experiencia que se refleja en lo que escribo. No obstante, tengo aún los mismos temores que al principio, porque esta no es una profesión como la de los médicos o ingenieros, en la que se llega a un dominio cada vez mayor, porque en el campo del arte se sabe que nada está asegurado, y lo mismo se puede crear una gran obra o una cosa abominable. Lo que no he perdido es la frescura, porque otros escritores se vuelven como estatuas de piedra”.
Para Vargas Llosa los mejores libros estaban aún por escribirse, y adelantaba a propósito de la novela en la que trabajaba: “Es sobre los últimos meses de la dictadura de Trujillo en la República Dominicana, donde viví un tiempo. Hace seis meses que comencé con este proyecto y ha sucedido como en todos mis libros: ha surgido de la memoria de experiencias que han dejado imágenes muy vivas en mí; imágenes muy fértiles para la creación literaria. Primero hago una versión muy caótica y conforme corrijo voy sintiendo la seguridad de que la novela está ahí y hay que desenterrarla”.
Así, en marzo de 2000, después de tres años de trabajo y casi 25 años de “fantasear y escuchar cosas sobre el personaje y la época”, Vargas Llosa concluía su novela, La fiesta del Chivo, en la que indagaba sobre el dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo y “los mecanismos de control absoluto de una sociedad, inherentes a toda dictadura”.
A principios de 2006, Vargas Llosa presentó en Madrid un nuevo libro, Travesuras de la niña mala. Decía en esa ocasión que las revoluciones más duraderas y que han dejado una huella mayor en la humanidad no eran aquellas que se planearon como revoluciones y que se proyectaron con la intención de producir grandes cambios sociales y políticos, sino “las que han transformado profundamente las costumbres, la mentalidad, la sensibilidad y los gustos de las relaciones humanas sin preverlo ni planificarlo, aquellas que han dejado una huella extraordinaria como ocurrió en los años setenta en Londres, cuando las costumbres sexuales y morales cambiaron de la mano del movimiento hippie”.
En abril de 2007, Vargas Llosa me confesaba que cada novela era “una aventura distinta, donde ha brotado un simulacro de vida, el misterio que enriquece la vida de los lectores. Y cada escritor inventa su propio sistema de trabajo a partir de su personalidad consciente o inconscientemente, y, a pesar de que llevo muchísimo tiempo escribiendo historias, su proceso de nacimiento sigue siendo para mí muy misterioso y creo que solo controlo una mínima parte, pues en el resto intervienen elementos irracionales e imprevisibles”.
Preocupado por temas de orden político y social, como había dejado claro cuando fue candidato a la presidencia de Perú en 1990, Vargas Llosa reunió una serie de ensayos en un libro que presentó en Madrid en septiembre de 2009. Se titulaba Sables y utopías y representaba una especie de biografía intelectual del escritor, que reflejaba su posición ante la realidad latinoamericana, los peligros y esperanzas que vislumbraba para el continente y la manera en que habían tomado forma sus ideas y compromisos.
En aquella ocasión, Vargas Llosa recordó que en el último capítulo de Sables y utopías ensalzaba las virtudes literarias de diversos escritores, pero también reprochaba ciertas actitudes: a Octavio Paz su cercanía con el PRI; a Borges, su desdén hacia las dictaduras no occidentales; a Cortázar, sus veleidades marxistas. Y aunque Gabriel García Márquez se escapaba de estos reproches, ya que el artículo que incluía databa de 1967, antes de su distanciamiento, Vargas Llosa le reprochaba su cercanía a Fidel Castro. “Hoy día le reprocho su sumisión beata a la dictadura de Fidel Castro, la más larga que haya producido esa historia de dictadores que es la de América Latina”, remachó.
El jueves 7 de octubre de 2010, la Academia Sueca decidió conceder el Nobel de Literatura a Mario Vargas Llosa. Carmen Balcells, su agente literaria, a quien llamé por teléfono, me dijo que impulsar la obra de Vargas Llosa en el mundo editorial y literario no había sido en absoluto difícil, ya que había tenido a los voceros más maravillosos del mundo. “Imagínese, haciendo propaganda de Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez o Mario Vargas Llosa. Lo que tiene que salir de allí es un mito, no solo personas", expresó.
Vino la presentación de El sueño del celta. Era su primer acto público después de la concesión del Nobel y había tanta expectación, que nos reunimos cerca de ciento cincuenta periodistas de todo el mundo para recoger las declaraciones del autor hispano-peruano. Vargas Llosa confesó que el Nobel nunca había estado entre sus aspiraciones literarias, y aseguró haber sido más ambicioso desde que empezó a escribir. “Mi sueño secreto es que algún día mis libros se lean como he leído yo los libros que me han cambiado la vida, los libros que me han enriquecido, un sueño que nunca sabré si se hará o no realidad, pues esas cosas se saben cuando uno ya ha desaparecido hace tiempo”, manifestó.
Respecto a su nueva novela, expresó que una de las enseñanzas de lo que significó la vida de Roger Casement, personaje central de El sueño del celta, es que cuando desaparece toda forma de legalidad y se restablece la ley del más fuerte, inmediatamente brota la barbarie y unos extremos de crueldad que llegan a ser vertiginosos. Roger Casement se convirtió en uno de los primeros europeos en comprender lo que el colonialismo significaba como fuerza destructora. “Vio en lo que se convertía la Europa civilizada, en un mundo sin ley, en el que lo que organizaba la vida era la codicia, el afán de lucro y las monstruosas crueldades que se derivaban de todo ello para con los indígenas”, detalló. “Lo interesante de Casement es que poco después fue a la Amazonía, donde se vivía el apogeo de la industria del caucho, y se encontró ahí con los mismos horrores, torturas y crímenes indescriptibles, y ahí también documentó todo aquello que vio, y sus informes son las acusaciones más contundentes que se han hecho sobre los estragos del colonialismo de fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX, y su increíble destrucción, que ha dejado secuelas de las que los descendientes de las víctimas nunca han podido recuperarse”.
Antes de concluir el encuentro, Vargas Llosa habló de sí mismo y confesó ser melómano, aficionado a escuchar las sinfonías de Gustav Mahler. “También me gusta el cine y cultivo mucho la amistad. Para mí, una noche con un grupo pequeño de amigos es algo que me estimula y me hace enormemente feliz. Pero el centro de mi vida es mi trabajo. Mi vida entera está organizada en torno a mi trabajo. Nunca dejo de escribir. Eso me da equilibrio. Leer y escribir son el placer supremo. Y de todo el resto se ocupa mi mujer. Cuando ese horario se interrumpe, me siento extraviado, perdido. Y afortunadamente nunca he tenido el blanco del escritor, ese momento en el que de pronto queda paralizado frente a la página en blanco. Mi problema es más bien que no tengo tiempo suficiente para hacer las cosas que quiero, ya que tengo muchos proyectos. Tengo mucha envidia de los escritores que tienen vidas interesantísimas, infernales, demoniacas, y admiro eso desde lejos. Pero a mí me gusta mi rutina diaria, mis horas en el escritorio. A mí me encontrará la muerte con la pluma en la mano”, aseguró.
Dos años después, en el verano de 2012, Vargas Llosa ya vivía un poco más tranquilo, aunque su actividad literaria y social había adquirido un ritmo frenético. Daba conferencias, asistía a presentaciones, mesas redondas, recibía más premios, reconocimientos y homenajes.
El 20 de junio de ese año, el escritor celebraba medio siglo de vida de su novela primogénita, La ciudad y los perros, con una edición conmemorativa auspiciada por la Asociación de Academias de la Lengua Española, que comenzaba a circular en España y América Latina.
En septiembre de 2013, cuando se publicó El héroe discreto, Vargas Llosa confesó que en esos momentos lo importante era vivir como si la muerte no existiera y organizar su vida como si fuera a vivir siempre. “No perder el entusiasmo, la ilusiones, la capacidad de proyectarnos en algunos anhelos e ideales, aunque secretamente sepamos que no los vamos a llegar a alcanzar. Vivir significa eso. El espectáculo más triste es dejar de tener ideales, ilusiones. Y la vocación de la literatura es vivir joven aunque sea muy viejo”, concluyó.
En 2016, coincidiendo con su ochenta aniversario, don Mario publicó Cinco esquinas, obra en la que ajustaba cuentas con un pasado inmediato en el que Sendero Luminoso, Fujimori y su Lima natal se actualizaban en la ficción. Tres años más tarde, aparecía Tiempos recios, donde revisitaba el horror, la barbarie, la injusticia y la violencia de América Latina, como ya había hecho en otras obras suyas. Y en 2023 salía a la luz Le dedico mi silencio, novela de “utopías culturales” en la que un país se unía por la gracia de la música y en la que apostillaba, al final, que sería lo último que escribiría en el terreno de la ficción, dejando inédita una obra sobre el filósofo francés Jean Paul Sartre, su maestro de juventud.
Don Mario se había convertido en “Mario” para la prensa rosa española a raíz de su relación con Isabel Preysler, lo que provocó un distanciamiento del escritor con muchos de quienes seguíamos su actividad puramente literaria. Después llegó la reconciliación con Patricia, su mujer, y la distancia creció, pues la familia estaba harta de intromisiones chismosas de la prensa.
En una de sus últimas declaraciones, en octubre de 2023, cuando ya casi solo recibía cuestionarios, don Mario habló de lo que más había aprovechado de su vida y lo que siempre quiso custodiar. Dijo: “Mi vocación. Cuando miro mi pasado, veo que la literatura ha sido a lo que he entregado mi vida, en las buenas y en las malas. (…) Flaubert decía que escribir era una manera de vivir y eso define en gran parte mi vida desde jovencito. He sido constante”.
AQ