
Yo no sé si en la infancia se pueda amar a Dios como Dios manda, porque a mí ese Señor me daba mucho miedo. Más que ofrecer consuelo o paz espiritual, el catecismo era un recordatorio de las deudas que nunca iba a poder pagar. Según mis cuentas cándidas, apenas con siete años era ya culpable de una lista tupida de pecados mortales. No había día en que no me echara un mandamiento.
Cada domingo, cuando el cura nos daba la despedida con el providencial podéis-ir-en-paz, salía yo de la iglesia con las últimas líneas del Credo en la cabeza. Pues a decir verdad yo no esperaba “la resurrección de los muertos” ni “la vida del mundo futuro”, dos festines gloriosos de los que, sin embargo, los grandes pecadores no participaríamos. Rezaba, pues, el Credo negando mis palabras con la cabeza, para evitar mentir y seguir endrogándome con Dios. Si Él, como era su fama, podía verme y oírme, entendería que mi atenta súplica era que postergara cuanto fuese posible ese evento siniestro del Juicio Final.
Cierta vez, en el patio del colegio, la directora —Miss Carol, la llamábamos, con los ojos contritos de culpa original— aprisionó el micrófono y llamó por su nombre a un desdichado alumno, cuyo rostro de condenado a muerte me empujó a imaginarme personaje de aquel juicio divino que era teatro frecuente de mis pesadillas. Una vez que Miss Carol lo declaró formalmente expulsado, el niño caminó se echó a andar frente a la escuela entera, cargando la mochila a manera de cruz, y salió por la puerta que conducía a la calle. ¿Eso iba a hacerme Dios, con mis padres y el resto de la humanidad como testigos mudos de mi caída en desgracia?
Claro, estaba el perdón, que en teoría es pródigo e infinito, pero según decían los enterados antes eran precisos el arrepentimiento, la enmienda y la oración, entre otros requisitos burocráticos con los que yo jamás supe cumplir. Para colmo, tenía un par de amiguitos mochos e hipocritones a quienes mi mamá me ponía de ejemplo siempre que hacía falta, o sea a cada rato, mas no era esa razón para envidiar el gafete VIP con el que de seguro se pavonearían en el Juicio Final. Los muy farsantes.
Como la mayoría de los niños (y muy probablemente incontables adultos) me aburría inmensamente durante la misa, y sin duda entendía que el sacerdote la calificara como sacrificio: los minutos más largos de la semana. Eso que mi mamá llamaba "devoción" no me brotaba ni en defensa propia, aunque bastaba con cerrar los ojos y agachar la cabeza para dar el gatazo de monaguillo wannabe. De algo sirvió para esto la doctrina, impartida por una beata rancia y paranoide que confirmó mis peores presentimientos. Recuerdo, hasta la fecha, la lividez fogosa con la que aquella urraca panteonera describía los tormentos que esperan —en el infierno, claro— a quienes tienen grandes cuentas pendientes con Dios. Así, en un santiamén, devoción y terror se convirtieron en la misma cosa.
Fue un tanto anticlimático que el confesor perdonara el total de mis pecados a cambio de tres padrenuestros y tres avemarías. Más que purificado, me sentí estafado. ¿Tanto chillar para eso? Si he sabido, me robo más bolsitas de chamois. Una hora después de mi Primera Comunión, ya hacía yo jocosos malabares con esas groserías “de carretonero” que según mis mayores eran cosa terrible en la boca de un niño. Para tranquilidad de mi conciencia, acababa de pasar de moda el Juicio Final. No más rechinar los dientes.
Tenía diecisiete años cuando mi padre me atrapó leyendo atentamente una novela en misa. “Así, mejor ni vengas”, lamentó, sabio él, y con ese pretexto no volví. “Un día de estos ‘el niño’ va a perder la fe”, previno en esos días mi abuela a mi mamá. Hoy que es Semana Santa y a mí me da lo mismo, una y otra deben de estar al tanto de que toda mi fe lleva sus puros nombres. Amén.