
México está cambiando de maneras quizá ahora imperceptibles pero que en unos pocos años nos harán ver hacia atrás y notar el claro contraste con el país que fuimos hace no mucho tiempo. Me refiero específicamente a la relación entre la ciudadanía —el pueblo— y el poder, incluyendo lo que llaman las reglas de acceso a él.
Esa relación y esas reglas se concibieron durante décadas como inevitablemente mediadas y posibilitadas por los partidos políticos. Poco a poco, estas organizaciones se han debilitado moral e ideológicamente al grado que su existencia, antes incuestionable, se ha vuelto prescindible. No solo la reputación de la mayoría de los partidos políticos ha caído por los suelos, sino que su aparato entero se percibe como una burocracia onerosa e ineficaz en un momento en el que la relación con quienes llevan los encargos pareciera ser más horizontal y directa que antes (incluso si esto, en la opinión de algunos, es mera percepción y no realidad demostrable).
Hay tres aspectos de la vida pública que parecen confirmar esto. El primero es la elección de jueces y ministros que se avecina este 1 de junio. No solo será la primera vez que la gente elija por voto directo a las personas juzgadoras, sino que se trata, hasta donde recordamos, de la primera elección para cargos federales en la que no median en absoluto los partidos políticos. Las campañas, que contarán con tiempos y espacios en redes sociales y medios masivos de comunicación, serán reguladas por el INE, pero no veremos en ellas, ni en las boletas, los consabidos logos de las organizaciones partidistas. La idea es que la gente elija directamente con base en la trayectoria de la persona juzgadora, misma que podrá conocer durante la breve campaña que precederá a la elección.
El segundo aspecto tiene que ver con la reforma al artículo 2º constitucional, que reconoce a los pueblos indígenas y afromexicano como sujetos de derecho público, con personalidad jurídica y patrimonio propio. Entre otras cosas, esto implica que los pueblos indígenas pueden determinar sus formas de gobierno, y donde esto se hace por asamblea, no se necesitan los partidos. Los partidos políticos, si algo, solo vician los procesos de democracia directa que posibilitan los gobiernos comunitarios. Y donde existe este tipo de gobiernos, reconocidos oficialmente o no, la gente no parece extrañar en lo más mínimo a los partidos políticos tradicionales.
El tercer aspecto está relacionado con la figura de la presidenta Claudia Sheinbaum. Merece un capítulo aparte el análisis de cómo ha logrado en tan poco tiempo consolidar su inmenso capital político (uno que, apenas a unos meses de gobierno, ya parece rebasar al del propio López Obrador). Lo llamativo es que sus altos niveles de aprobación son transversales a todas las clases socioeconómicas, grados de escolaridad, género, ideología y región de origen. Este panorama sugiere, más que la existencia de un consenso hegemónico, que a la Presidenta se le juzga con independencia del partido al que pertenece. Lo que quiero decir, en pocas palabras, es que, mientras que Morena como partido sigue teniendo francos adversarios —partidistas o no—, la Presidenta, en cambio, tiene un grado de aceptación que, si bien abreva de la filiación morenista, rebasa con mucho las simpatías que concita meramente el partido.
La que vivimos y describimos como crisis de los partidos, al parecer, ya está terminando, con saldos irreversibles para los partidos de la oposición. Esto no es buena noticia ni para ellos ni para Morena, que corre el riesgo de desdibujarse ideológicamente si termina siendo la única opción que los ambiciosos vean como herramienta para ganar elecciones.
La debacle de los partidos tradicionales dibuja un panorama incierto sobre cómo se reagruparán de cara a la elección de 2027. Para entonces, ya habremos tenido nuestra primera elección federal sin partidos y los procesos autonómicos de los pueblos indígenas habrán tomado mayor fuerza. La presidenta Sheinbaum, cuyo adversario más conspicuo no está dentro, sino fuera del país, seguirá fortaleciendo el vínculo directo con sus bases sociales. La democracia sin partidos (que no es lo mismo que “apartidista”) hace unos años era inimaginable y ahora, sin pensarlo mucho, se presenta como una alternativa real de acceso al poder cuyas ventajas y desventajas aún están por conocerse.