
2024 fue el año en que se refrendó masivamente el proyecto gobernante, y con ello se garantizó su permanencia por lo menos por un sexenio más. También fue el año en el que el más emblemático representante de ese proyecto, Andrés Manuel López Obrador, se retiró de la escena pública en una jugada clara y definitiva, a pesar de todos los vaticinios en contra (sin que hasta ahora, por cierto, nadie haya pedido disculpas por equivocarse o, de plano, mentir, al haber predicho su reelección).
La pregunta inevitable ante el contundente mutis de AMLO es quién lo reemplaza en el papel de adversario número uno —peligro para México, destructor de instituciones, artífice del autoritarismo— que jugaba para sus opositores y especialmente para quienes así lo retrataban desde las columnas de opinión.
En otras palabras, una vez ausente lo que en el sexenio pasado fue la explicación última de todas las calamidades, ¿a quién se atribuye ahora esa responsabilidad en el ala autonombrada «crítica» o de oposición al gobierno actual?
Es curioso, pero por lo que se ve —y el lector o lectora puede corroborar hojeando las columnas de opinión de cualquier medio—, rara vez la presidenta Sheinbaum es acusada como responsable o autora intelectual de las políticas que cuestionan sus opositores. Por muy en contra que se declare alguien respecto a la Reforma Judicial o la extinción de organismos autónomos, no se le suele reprochar a la Presidenta su manufactura —sí, en cambio, se le reprocha el no desmarcarse de las propuestas de su predecesor—.
La costumbre de negarle agencia política a la Presidenta en algunos casos es mera misoginia, aunque también probablemente se conciba como una estrategia para no darle los reflectores que tan bien usó a su favor quien la precedió en el cargo.
Hay, sin embargo, un nuevo enemigo público declarado, más abstracto que una persona de carne y hueso y, por lo mismo, más ominoso: son las mayorías, acompañadas de su temida supuesta tiranía.
Así, cualquier cambio en la legislación, en la estructura del Estado o en las prácticas democráticas se presenta como la prueba del regreso de una curiosa autocracia en la que, en lugar de que gobierne, como el nombre lo dice, el capricho de una sola persona, es una masa inasible la que toma todas las decisiones importantes.
Quienes se escandalizan con este hecho suelen pensar que la política es un asunto complejo que sólo pueden resolver los «expertos en política», personas preparadas y educadas que se han formado especialmente para entender los asuntos públicos, como si por su propia naturaleza su comprensión no estuviera al alcance de todas las personas. Las mayorías, además, se conciben como multitudes irracionales e impulsivas, sordas ante la experticia de los selectos grupos de «técnicos» que en el pasado justificaban las decisiones del poder político.
Llama la atención que, finalmente, el adversario de los opinadores de oposición tiene el nombre que siempre debió tener: es el poder de las mayorías, es decir, la democracia, a lo que le temen. A ese agente para ellos impredecible e irracional no suelen llamarlo “pueblo” porque saben que ese nombre le concede legitimidad y voluntad política. Prefieren concebirlo como masas de feligreses que siguen acríticamente los designios de alguien, aunque ya no pueden decir a ciencia cierta de quién.
A las mayorías se les reconoce la contundencia de los números, pero nunca la agencia de haber forjado, una lucha social tras otra, el movimiento popular que llegó al actual gobierno. Se les acusa, en cambio, de imponerse por volumen y aplastar a las minorías educadas y bienpensantes. La verdad es que siempre que los comentaristas cargaban contra López Obrador sabían que, en el fondo, estaban hablando del pueblo. Ahora que AMLO no está en escena, se ve claramente quién ha sido desde siempre su adversario.