La certeza es la enemiga mortal de la tolerancia; pidámosle a Dios un Papa que dude”, advierte el cardenal Thomas Lawrence, personaje de la película Cónclave, sobre un problema que trasciende la ficción y resuena con fuerza en el debate público actual. En un mundo donde la polarización se alimenta de verdades absolutas y certezas inamovibles –empaquetadas en 280 caracteres–, la duda se vuelve más que un acto filosófico: es un acto de reivindicación democrática.
La lección no es menor. Líderes como Donald Trump y otros populistas han convertido la certeza absoluta en su principal herramienta de poder. Su atractivo no reside en la reflexión ni la profundidad de las ideas, sino en la capacidad para crear realidades simples, generalmente falsas. La incertidumbre es castigada, el cuestionamiento visto como debilidad. Las redes sociales refuerzan este fenómeno: los algoritmos premian la intransigencia y la indignación rápida, mientras castigan la reflexión y la autocrítica. Dudar es inaceptable.
Las democracias no se sostienen sobre dogmas. Para deliberar, es necesario dudar; aceptar que ningún argumento es sagrado, que el disenso es legítimo y que ninguna verdad es definitiva. Aquí es donde las universidades juegan un papel fundamental. No deben ser fábricas de certezas, sino espacios donde se enseñe a dudar. A someter las ideas al rigor de la argumentación, a desmontar mitos convenientes.
Platón advertía en La República que la sabiduría no radica en la posesión de verdades inquebrantables, sino en el reconocimiento de nuestra propia ignorancia. “El conocimiento comienza en la admiración”, decía Sócrates, y con ella, en la capacidad de dudar. La duda siempre ha sido el motor del progreso humano.
Quien se asume dueño de la verdad deja de escuchar, de aprender y, por ende, de gobernar con sensatez. En la geopolítica, el mejor antídoto contra esos líderes “iluminados” y dogmáticos es, precisamente, la pausa, la reflexión, la duda. La presidenta Claudia Sheinbaum lo ha entendido muy bien, para lidiar con un insensato Trump.
En un mundo tan polarizado, donde las ideologías se convierten en trincheras y la política en un concurso de lealtades, reivindicar la duda no es solo un ejercicio intelectual, sino un indispensable acto de resistencia.