
El primer mandamiento era: Ama a la literatura sobre todas las cosas. El segundo rezaba: Haz lo que se te dé la gana. Y ya, no había más. Fue el consejo que Mario Vargas Llosa dio a los escritores jóvenes en un programa de televisión, a cuya transmisión asistí con la nariz poblada de espinillas y esa honda comezón por escribir historias que suele perseguir como un espectro a incontables embriones de novelista. ¿Cómo sabe uno que ama a algo o a alguien sobre todas las cosas? Porque no piensa en ninguna otra cosa.
Del escribidor Pedro Camacho al milico-cafiche Pantaleón Pantoja, del fanático republicano Moreira César al anarquista recalcitrante Galileo Gall, del militante ardiente Alejandro Mayta al romántico impertérrito Ricardo Somocurcio, menudean en Mario Vargas Llosa los personajes cautivados por una idea fija, conscientes de un deber más grande que ellos a cuyo cumplimiento se entregan con el celo de un cruzado. Me queda la impresión de que el autor se miraba a sí mismo en aquellas manías ficticias, si bien su única idea inamovible tenía que ver con un romance vitalicio: solía decir Juan Carlos Onetti que su relación con la literatura tenía naturaleza de adulterio, mientras que la de Mario era conyugal.
Como suele pasar con los autores a los que uno recurre con fruición y frecuencia, fui su amigo mucho antes de conocerlo. Tanto me hizo reír a carcajadas como llorar poco menos que a mares, mientras me administraba las lecciones que hasta el día de hoy aplico en mi trabajo, empezando por ese par de mandamientos que jamás he logrado desobedecer sin pagar una multa desmedida y condenarme a los golpes de pecho. Leer a Vargas Llosa, recorrer deslumbrado su fina arquitectura narrativa, perderse entre la selva de su imaginación desenfrenada, era entender por qué, si quería uno vivir de la literatura, antes tenía que vivir para ella.
Cierta vez me formé en una fila para que me firmara un ejemplar de La guerra del fin del mundo. Tanto fue mi entusiasmo esa mañana que pronto le escribí una larga carta y se la envié a su casa de Barranco, en Lima. Años más tarde, cayó en mis manos Cartas a un joven novelista, que como él mismo lo aclaraba en el prólogo pretendía responder a todas nuestras cartas afanosas. Tal como había pasado con mis primeras tres lecturas de La guerra…, terminé el texto con la cara empapada. Estaba ya escribiendo mi primera novela, fue aquel el empujón emocional que me embarcó en el viaje sin retorno.
Al igual que Arthur Koestler, Mario no era virtuoso sino entusiasta. Bastaba hablar con él unos minutos para encontrar, detrás de la vehemencia apasionada con la que se tomaba casi todos los temas, que un hombre como él es incapaz de traicionarse a sí mismo. Nunca lo vi ni oí, cuantimenos lo leí haciendo malabares por quedar bien con nadie. Era caballeroso, encantador y muy afecto a hacer o gozar un buen chiste. Cuando, no sin vergüenza, le conté que tenía una perrita que se había comido la mitad de Conversación en La Catedral, el hombre me miró directo a las pupilas. “¡Pues por lo menos tiene buen gusto!”, dictaminó y soltamos la carcajada.
Una noche le dije a mi amigo Santiago Roncagliolo que tenía la idea de viajar a Canudos, escenario de La guerra… “Pues aquí está el experto”, dijo y señaló a Mario, sentado a un par de sillas de nosotros. Una vez recibidos los puntuales consejos del autor, me tomó diez minutos reservar el vuelo a Salvador de Bahía, quinientos kilómetros al sur de Canudos. ¿Con qué cara, si no, iba a volver a hablar con Vargas Llosa?
Unos años después volvimos a encontrarnos, nos fuimos a comer a Tlaquepaque y le conté mi viaje. “¿Te das cuenta que somos los únicos mortales que han estado en Canudos en cientos de kilómetros a la redonda?”, me comentó más tarde, intempestivamente, aquel hombre entrañable que amaba a la literatura sobre todas las cosas, y así fue que sellamos la amistad.
Qué falta vas a hacer, Mario querido.